Departamento de Humanidades UAM-AZC

Tema y Variaciones de Literatura 52.- Altazor y las vanguardias hispanoamericanas.

Información de la Publicación

  Publicación : Tema y Variaciones de Literatura
  Presentación : Carlos Gómez Carro
Enrique López Aguilar
  Titulo : 52.- Altazor y las vanguardias hispanoamericanas.

Número completo

 Resumen Presentación Dossier

El tema de las vanguardias en Hispanoamérica está íntimamente relacionado con el tema de la modernidad. Una modernidad de “papel maché”, como aseguraría Carlos Fuentes en su momento, pues es una modernidad que no terminaba por aclimatarse a nuestra cultura e historia, a la que siempre habríamos llegado tarde. A destiempo de los grandes momentos de la cultura universal, como reflexionara Alfonso Reyes en La inteligencia americana, texto que difundiera, inicialmente, desde la cosmopolita revista Sur, de Buenos Aires, en el ya lejano año de 1933.
Se constituía con ello una paradoja de difícil resolución: mientras que, para el mundo europeo, las vanguardias se postulaban como una mirada hacia el futuro, como una avanzada de lo que habría de ser del arte; en nuestro subcontinente, las vanguardias querían, especialmente, realizar una especie de actualización de sus procedimientos y artificios, respecto del canon artístico universal, especialmente en lo relativo a su literatura.
Lo cierto es que, en Hispanoamérica, desde los tiempos de su fundación, en los años de cruz y sangre de la conquista, cohabitarían muy diversos niveles de civilización, en los que, como advertiría Ramón López Velarde, igual conviven “católicos de Pedro el ermitaño / y jacobinos de época terciaria” (lo señala en su poema “La bizarra capital de mi estado”, 1916), a los que podríamos agregar los más diversos tintes rupestres, al lado de manifestaciones estéticas de legítima universalidad. Mientras, Manuel Gutiérrez Nájera se empeñaba en hacer de la calle de Plateros (hoy Madero), en Ciudad de México, una extensión de los sueños parisinos, en una especie de paroxismo imaginario, piénsese, de cualquier modo, en su muy grato poema “La duquesa Job” (1884):

No tiene alhajas mi duquesita,
pero es tan guapa, y es tan bonita,
y tiene un perro tan v’lan, tan pschutt;
de tal manera trasciende a Francia,
que no la igualan en elegancia
ni las clientes de Hélene Kossut.

Plateros no es menos elegante ni moderno, quizás en un pletórico esfuerzo imaginario, que Les Champs-Élysées. No obstante la vigorosa modernidad de Gutiérrez Nájera (sin duda, el primer escritor profesional de México, pues él sí vivía de sus notas periodísticas), en otros ámbitos de la patria mexicana e hispanohablante se debatían, en muchos casos, en polémicas cuaternarias. El tema de la nivelación cultural y económica era (y sigue siendo) el asunto central de las discusiones en nuestras capitales y provincias. No se intentaba tanto, en nuestros ambientes de cantina y de barriada, inventar el futuro, como desde Berlín, Londres o Barcelona se propusieron las vanguardias europeas, sino, simplemente, estar al día: ser modernos, a pesar nuestro. ¿No, acaso, era ese el ideario de los Contemporáneos? A los que después, con agua fría, Borges declararía acerca de ese ideario que el ser contemporáneos no podía ser una aspiración, sino una fatalidad: ser contemporáneos de los demás hombres y mujeres es condición irremediable, pues a cada uno le toca, sin poder elegir, ser personaje de su tiempo.1.
Acaso el Romanticismo mexicano llega con las plumas de Manuel Acuña, Guillermo Prieto o Ignacio Altamirano, no como en Europa (aparece en el Reino Unido o Alemania y después en todos sus confines), como una reacción frente al racionalismo, el mundo industrial y el capitalismo salvaje, retratado en Los miserables (1866) de Victor Hugo o en Tiempos difíciles (1854) de Dickens. Rasgos que no se compartían en la América Hispana, sino como un intento subjetivo de hacerse de los mismos temas: la naturaleza, la nostalgia, el amor y la muerte. ¿Contra qué Ilustración habrían de oponerse los románticos hispanohablantes si aquí no había existido una época ilustrada? No era esperable sino que la modernidad de nuestros artistas y escritores naciera de la imitación, en ocasiones tortuosa.
Con el Modernismo surgía otro tanto. Si no podía emerger un movimiento revolucionario en las letras por contagio de un contexto social y crítico, sí podía conseguirse mediante el uso de un lenguaje que se acercara al empleado por parnasianos y simbolistas, especialmente los franceses, con los que la inteligencia americana del XIX se sentía especialmente identificada. Y sí, los ecos simbolistas, en un marco de decadencia aristocrática, se dejaban sentir en los versos de Rubén Darío, José Asunción Silva, Amado Nervo, Leopoldo Lugones y otros, en los que se manifiesta (con la notoria excepción de José Martí) un rechazo a la realidad circundante y la invención de un mundo de oropel, de elefantes en desfiles y princesitas caprichosas. Preferible suponer, al menos en la imaginación, que la calle de Plateros era el México entero. Por supuesto, se trataba de escritores, en algunos casos, especialmente Darío, Lugones, López Velarde, el citado Gutiérrez Nájera, Huidobro (a veces Díaz Mirón, a veces Nervo, a veces algunos más), que en sus experimentos verbales vanguardistas encontraron sin duda vetas artísticas innegables. Si las antiguas colonias americanas no podían alcanzar las realidades modernas de Europa o del norte de América, sí podía surgir ese artificio por medio del lenguaje. “Y me puse del lado de los astros”, escribe convencido Lugones para borrar mentalmente una realidad aún pastoril y violenta.
De manera que las vanguardias hispanoamericanas surgen a contracorriente de su realidad. Su cosmopolitismo no es el de sus metrópolis, eternamente atrasadas, sino el de las europeas a las que, necios y poéticos, se entregan sin reservas. No es extraño, entonces, que los ismos hispanoamericanos se refugiaran preferentemente en la poesía, por una parte, y en la ficción, por otra.
Si las vanguardias en Europa habían nacido como corrientes contraculturales de crítica a una modernidad decadente, en Hispanoamérica ésta se revolvería, por una parte, ante la vaporicidad del Modernismo endeble y, por otra, por ese intento denodado de algunos grupos y escritores, por hacerse de una auténtica modernidad. Así surge el Creacionismo de Huidobro, al que le debemos su merecidamente célebre Altazor (1931), el Ultraísmo de Borges (del que después se alejaría), el Estridentismo de Maples Arce, opuesto, especialmente, a los experimentos cosmopolitas de Contemporáneos.
Los narradores de la Revolución Mexicana nunca se propusieron ser vanguardistas, por eso, quizás, se acercaron más a una verdadera revolución literaria, pues sus bases no fueron el rechazo de una realidad inexistente para ellos, como podrían ser la salvaje industrialización del mundo europeo, sino las injusticias que muchos de ellos vivieron en carne propia. La narrativa de la Revolución Mexicana también fue revolucionaria, ambición central de toda vanguardia, pero no por negar la realidad, sino por partir de ella para examinarla, aunque fuera de manera rudimentaria y, en ocasiones, tosca. Aun así, auténtica. Es paradójico que, bien entrado el siglo XXI, no se considere a esa narrativa surgida de la sangre de los explotados, una verdadera vanguardia artística.
Eso sin considerar que el fracaso rodeaba a las vanguardias europeas, de las que, dócilmente, muchas vanguardias hispanoamericanas (como siempre había sucedido y sucede) se nutrían. Es por lo que uno de los historiadores más influyentes del siglo XX, el británico John Ernest Hobsbawn, tildará a las vanguardias más bien de retaguardias. Para el historiador, una película como Lo que el viento se llevó (1939) era formalmente más revolucionaria que todas las sutilezas que el cubismo habría procreado. Qué decir de aquellas formas poéticas vanguardistas que no proveían a su público de nuevas formas para examinar la realidad, sino para huir de ella, y producir, por ello, nuevas experiencias estéticas.
Más interesante el jazz, el tango o el bolero, quizás, que las experiencias literarias vanguardistas. La expresión “las palmeras / borrachas de sol”, de Agustín Lara (“Palmeras”), o el “Soy prisionero del ritmo del mar / de un deseo infinito de amar / y de tu corazón” (“Prisionero del mar”, de Antonio Prieto), le dicen más al comensal de la cantina (refugio sentimental de todo desdichado por soledad o por amor), digamos, que el “Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera / y el grito de la estatua desdoblando la esquina”, de Xavier Villaurrutia (“Nocturno de la estatua”, uno de sus poemas más significativos). Tal vez porque el refugio de las vanguardias no es el tinacal del pulque, el arriar de la mula o el jineteo del gaucho, realidades muy inmediatas, sino el intento absorto de alcanzar la cumbre de los dioses.
Hay, pues, en las vanguardias hispanoamericanas un doble fracaso. Por una parte, porque respondían a realidades que de ninguna manera eran las que habrían propiciado el nacimiento de las vanguardias europeas, su ejemplo y guía. Y, por otra parte, porque en sus mejores casos, lo que se propusieron era, en realidad, un ajuste, una nivelación con los grandes acontecimientos artísticos universales, como, modestamente, aspirara Alfonso Reyes, de ahí su fortuna ocasional...

1. Vid. J. L. Borges, ‘An Anthology of Contemporary Latin American Poetry’, Miscelánea, Barcelona, Random House Mondadori, pp. 629-634.

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